jueves, 25 de junio de 2015

Malvinas/Falkland: “patria sí, colonia no”

john fowler, ‘falklander’

Malvinas/Falkland: “patria sí, colonia no”

John Fowler vivía en las islas, donde era responsable de Educación del gobierno colonial, cuando llegaron los argentinos. Sus recuerdos y sus planteos para solucionar el diferendo.


Una expresión popular inglesa dice que el hogar es allí donde está el corazón. Quizá sea esa vieja frase lo que haya motivado, en 1971, a una pareja de por entonces jóvenes maestros recién graduados de York a encarar la travesía hacia unas islas remotas en el Atlántico Sur. La oferta era trabajar en un internado. El deseo de John Fowler y su mujer, Veronica, era viajar y enseñar en distintos lugares del mundo. Pero pasaron los años, llegaron los hijos –primero Rachael y luego Daniel, nacido unos pocos días después del 2 de abril de 1982– y esas islas –que de un lado se llamaban Malvinas y en otro eran las Falkland– se convirtieron en el hogar. “Si no hubiera sido por la increíble amabilidad de la gente del camp (N. de R.: como llaman en las islas a los habitantes de las estancias y áreas rurales) lo hubiéramos tomado como un destino más y nos hubiésemos ido ni bien se nos terminaba el contrato. Pero la gente generosa que encontramos, que nos enseñó cómo vivir en el campo y todo lo que podíamos disfrutar, nos mantuvo acá. Tanto que después finalmente nos fuimos… y volvimos, para siempre”, dice el maestro retirado y actual director adjunto del diario local, Penguin News, a PERFIL desde su casa en Port Stanley.
La voz de Fowler suena precisa y afable, igual a la que se adivina en las páginas del libro (ver suplemento Domingo) que decidió escribir “para no tener que repetir una y otra vez la misma historia” después del 30º aniversario de una guerra que todavía duele y, según dice, impactó a los pobladores de “uno de los lugares más pacíficos del mundo” como una “absoluta sorpresa. Hasta 1982, estábamos tan lejos de ello que para nosotros la pregunta no era si íbamos o no a convertirnos en parte de la Argentina sino sólo cómo y cuándo eso iba a suceder. Por eso la invasión nos tomó tan de sorpresa: nosotros creíamos que ya habíamos sido entregados de todas maneras”. Su planteo es puramente lógico: durante décadas, el intercambio entre los isleños y el continente era algo habitual. Si, por ejemplo, alguien no podía ser atendido en el hospital local era trasladado al Británico de Buenos Aires, conectado con vuelos regulares de la entonces línea estatal LADE. “Pero la sorpresa de ver un día el jardín de tu casa atravesado por balas trazadoras es algo que realmente no esperábamos”, asegura.
Ser o no ser. La pregunta resulta inevitable; pero antes de formularla la respuesta llega sola: los habitantes de las islas, dice Fowler, “han estado aquí por cinco, seis, siete generaciones. En un punto es gracias a la insistencia del actual gobierno argentino sobre la soberanía que hemos empezado a pensar más acerca de nuestra identidad. Nosotros somos, sobre todo, falklanders,  primero, y británicos en segundo lugar. Es una cuestión de identidad. Quizá hemos sobreenfatizado la naturaleza británica de nuestra existencia en el pasado, pero de muchas maneras tenemos nuestra propia cultura popular, que viene desde el camp, y que tiene que ver mucho más con la Patagonia que con Gran Bretaña”. El tema de los reclamos diplomáticos argentinos y la respuesta británica sobrevolará la charla. Fowler es determinante: “No tenemos ningún deseo de ser representados en el Parlamento; mucho menos de pagar impuestos británicos, y ni siquiera permitimos a los ciudadanos del Reino Unido venir aquí libremente. Deben observar las mismas reglamentaciones para inmigrar que cualquier otro ciudadano del mundo, incluidos los argentinos”, explica.
Los hijos de Fowler son una muestra cabal de ese sentimiento de identidad: “No tienen realmente memoria de sus primeros años aquí, porque en 1984 nos fuimos, primero al Pacífico Sur y después a Escocia. Pero cuando les sugerimos que quizá volviéramos sintieron curiosidad por ver el lugar donde habían nacido, el que era su hogar”. Daniel –el primero de los cuatro niños nacidos en Malvinas durante la guerra y el que más sufrió, según su padre, las consecuencias del estrés de haber estado sometido a los estruendos permanentes del combate– volvió después de estudiar en Inglaterra y ahora trabaja para el Departamento de Agricultura, en bioseguridad. Rachael se casó con un irlandés, tiene tres hijos –y uno más en camino, noticia de la que Fowler se enteró horas antes de la charla con PERFIL– y trabaja como enfermera comunitaria en Liverpool. “No descarta volver, porque siente que ser isleño es como pertenecer a una especie de club exclusivo, donde uno no tiene que explicar nada a nadie”.
—En ese contexto apacible que describe, ¿cómo se lidia con los sentimientos encontrados de convivir con ese otro que también se convierte, inevitablemente, en alguien familiar?
—Para quienes viven en sociedades más abiertas es muy difícil entender la real idiosincrasia de los isleños. Se trata de gente que no está acostumbrada a ver más de cuatro o cinco personas –posiblemente, todos miembros de su propia familia– por día, y todo el mundo se conoce con todo el mundo, hasta el punto de reconocer también perros y caballos. En ese clima, la experiencia de la invasión se vivió como algo extremadamente traumático. Nosotros veíamos a los conscriptos que marchaban por Stanley y estábamos eventualmente tan cerca que, más allá de verlos como ‘enemigos’, los empezamos a identificar, y se veían tan familiares como un hermano, un hijo, un sobrino. No resultó difícil empezar a sentir pena por ellos, por las condiciones en las que pasaban los días”.
Aun con el temor de ser, como dice en el libro con un dejo de ironía, “acusado de colaboracionista”, Fowler les ofrecía café a los soldados que veía desde adentro de su oficina de la Superintendencia de Educación –cargo que tenía en el momento del desembarco argentino– y se enteraba de cómo otros vecinos hacían lo mismo: “La mujer del superintendente de Agua veía todos los días al mismo conscripto haciendo guardia. Veía cómo temblaba de frío, día y noche. Y empezó a tejerle una bufanda. Años más tarde, ese soldado contó que todavía la conserva, y que es su tesoro más grande”, describe.
No soy de aquí ni soy de allá. A través de su relato escrito de los días de la guerra –y durante la entrevista telefónica también–, a Fowler se lo percibe casi obsesivamente preocupado por establecer una especie de tercera posición, alejada de los relatos épicos de uno y otro bando. Y esto también aparece cuando se le pregunta por el presente.
—Como ex alumna primaria de esa época, recuerdo qué nos decían aquí en la escuela durante la guerra. ¿Cómo se enseña hoy en las islas ese tema?
—Es una buena pregunta de cuya respuesta no estoy muy seguro... No sé si actualmente se trate de alguna manera diferente, pero uno de los problemas de cuando yo aún enseñaba es que seguimos esencialmente la currícula británica, para dar los exámenes de allí, y en ese programa no es un tema que se desarrolle en forma extensa ni profunda.
—Y los reclamos argentinos sobre la soberanía, ¿lo preocupan o vive al margen de ellos?
—Por supuesto que es algo que no me pasa desapercibido. Lo más desesperanzador es la inhabilidad continua del gobierno de Cristina Kirchner de aceptar que nosotros somos algo diferente de los británicos. Como pueblo, tenemos un sentido establecido de separación, de haber emergido de una situación colonial, y no nos sentimos responsables de nada que haya pasado o pudiera haber pasado en 1833. Por lo que sí estamos realmente preocupados es por el hecho de que alguien sienta la necesidad de poseer lo que sentimos es nuestro hogar. Lo único que hace eso es complicar las relaciones a futuro. Dicho esto, con todo lo que uno podría criticar del gobierno de (Carlos) Menem, durante ese período al menos teníamos acuerdos laborales con Argentina, particularmente en temas que nos ocupan a ambos pueblos, gracias al llamado “paraguas de soberanía”. Hoy ni siquiera tenemos ese contacto, ni un interlocutor del otro lado que acepte que nosotros existimos.
—Y la potestad británica, ¿les interesa descartarla también?
—En este momento no podemos darnos el lujo de no contar con la protección de Gran Bretaña. Quizá por el endurecimiento de la posición del gobierno argentino, el gobierno británico intensificó su actitud de defensa de nuestro estatus. Por eso, nuestro espíritu soberano está, digamos, aplacado ante el escenario actual, lo que no quiere decir que algunos de nosotros no soñemos con el día en el que podamos, por fin, convertirnos en un pequeño país sudamericano: no necesitaremos estar militarizados, ni protegidos, ni tomados como un punto estratégico en el mapa, a pesar de lo que (el canciller Héctor) Timerman y su Presidenta tengan para decir al respecto.
—Quizá sea algo que vea su cuarto nieto…
—Esperemos que sí. Sería muy bueno darle una resolución a esto y que todos podamos volver a relacionarnos como los vecinos que siempre hemos sido, y que todos –de un lado y de otro– finalmente entiendan que nosotros no queremos ser una colonia de nadie nunca más.
Volver a Malvinas: la verdad de la milanesa
El 2 de abril de 1981, exactamente un año antes de que se produjera el desembarco argentino en Malvinas, Roberto Herrscher empezaba el servicio militar obligatorio. Le había tocado Marina, que ya se había reducido a 14 meses.
“¿Qué sabe hacer?”, le preguntaron. El ex alumno de colegio bilingüe respondió sin dudar: “Hablo inglés”. Todo “para salvarme de ir a limpiar letrinas”. Después de su instrucción en Puerto Belgrano recaló como traductor ante un cuerpo de marines cuya fragata había venido al puerto de Buenos Aires y al que “el pueblo argentino iba a mirar como héroes”, dice desde Barcelona, donde vive y dirige un máster de periodismo. Porque, explica, “me hice periodista por la causa profunda de querer entender el mundo en el que, a mí, un chico de clase media acomodada que no sabía qué era la injusticia, me pasó una guerra”. A sólo dos meses de terminar su conscripción salió para Malvinas. Allí hizo de estibador, de grumete y, también, de traductor. Tras el hundimiento del Belgrano “nos mandaron a tomar los barquitos que tenían los isleños. A mí me tocó el Penélope, un velero de madera de 1927 de sólo 16 metros de eslora”. En junio volvió a Puerto Argentino, como él lo llama. El último discurso de Menéndez lo escuchó en el 10 de John Street, la casa de un ex funcionario de la colonia donde lo habían instalado. Veinticinco años más tarde, Herrscher volvió sobre sus pasos para revivir su guerra y escribió un libro, Los viajes del Penélope. En las islas se encontró, una vez más, con el destino: vio a tres de las personas con las que se había cruzado en aquel tiempo, pudo hablar con ellos y, en un pub, le presentaron a John Fowler, a quien habían reinstalado con su familia en la casa de John Street tras perder la suya. “Ni bien entablamos confianza me dijo: ‘¡Qué ricas estaban las milanesas!’.” No sabía de qué me hablaba, pero me acordé: habíamos dejado algunas hechas cuando tuvimos que salir. Entonces sentí una especie de conexión indisoluble con quien era mi supuesto enemigo”, dice. Y va más allá: lo llama “amigo y compatriota”, porque “la patria es -o debería ser- más grande que el país. La tierra común de los hombres buenos”

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